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- OPINIONES -

Oscar López Pulecio

Hamilton hace de Emma una gran señora. Emma no solo era bella, los cuadros que de ella pintó George Romney cuando estaba con Greville lo atestiguan, sino que tenía grandes dotes histriónicas, cantaba, bailaba, actuaba. Era la sensación de la corte, una celebridad que dictaba la moda; íntima amiga de María Carolina, reina de Nápoles, hermana menor de María Antonieta de Francia, quien por entonces ya había perdido la cabeza. El embajador, perdidamente enamorado, se casa con ella.

Su encuentro con el Almirante Nelson, quien había tenido una carrera accidentada, pero le había llegado la fama con su triunfo sobre Napoleón en la campaña de Egipto, fue un caso de amor a primera vista. La cortesana convertida en señora, fulminada por el amor a ese héroe a quien le faltaba un brazo y un ojo. Llegan a ser la pareja más famosa de Europa.

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Oscar López Pulecio

Giorgio Vasari, quien como pintor fue un extraordinario historiador del arte, pues dejó el mejor y más cercano testimonio de los pintores del renacimiento italiano, dice que en su tiempo Mona Lisa era muy bella, que tenía cejas y pestañas, y una luz que la envolvía. Una temprana copia del cuadro, del taller de Leonardo, restaurada y conservada en El Prado, muestra a una mujer joven, con ropajes coloridos, que sonríe con aires de seducción.  Hoy en día el original es un retrato oscuro que puede ser el más famoso del mundo, pero ciertamente no el de la mujer más bella. Una celebridad como se dice ahora. Más atractivos los otros dos retratos femeninos de Leonardo, ambos de amantes de Ludovico Sforza, Duque de Milán, para quien trabajaba.

La muchacha en cambio es irresistible. Un producto de la imaginación. Mira de reojo con sus grandes y bellos ojos, su boca entreabierta, sobre un fondo negro que resalta su turbante azul y oro, y el enorme arete de perla que es apenas un punto blanco de luz en el centro del cuadro. La pintó Johannes Vermeer en 1665, siglo y medio después de la Mona Lisa, como un recurso publicitario para demostrarles a damas menos agraciadas y a sus ricos maridos, como podía él mejorar la obra del Creador.

Pero todo el mundo quiere creer que la Muchacha de la Perla realmente existió, rendirle ese tributo a la realidad. Ríos de tinta han corrido para inventarla y hacer que Vermeer se enamorara de ella, porque nadie puede crear algo así sin amarlo apasionadamente. Vermeer quien era un ciudadano respetable corto de fondos y lleno de hijos en el Delft del siglo XVII, no podía darse el lujo de una amante joven y bella, que son tan costosas. Quizás fue una joven criada de su casa a quien disfrazó un día con alguno de los trajes fantásticos que tenía y le colgó, a escondidas de su mujer, su perla más preciada.

Vermeer es famoso por sus interiores. Su escasos y pequeños cuadros los pinta en ambientes burgueses, cerrados, muy decorados, con una luz imposible que entra por la ventana y da forma a objetos y figuras. La Muchacha de la Perla, restaurada en1994, recibe la luz sobre su rostro de una fuente desconocida, pero está sola con su belleza, sin ningún mobiliario que la perturbe. Oro, azul y negro. Los colores del cielo. Puestos a escoger, todo lo que Mona Lisa, con el debido respeto, no es.

Un Pacto por Colombia

La esencia de la propuesta del presidente Duque debería ser un Pacto Constituyente. Para que representantes de los partidos en una Asamblea Constituyente acuerden el nuevo diseño institucional.

Por: Óscar López Pulecio | Enero 15, 2019

Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2Orillas.

No se necesita saber leer el Tarot ni la Carta Astral para concluir que algo por el estilo de lo que se hizo para la Constitución del 91 se hace necesario de nuevo.

 

No todo lo malo que nos sucede es producto de la corrupción y el narcotráfico. De pronto, lo que no funciona es lo que los entendidos llaman el diseño institucional. Si las instituciones que regulan el ejercicio de la política y la administración de justicia fueran mejores, los corruptos y los delincuentes tendrían menos oportunidades de éxito.

 

Ese diagnóstico se ha hecho muchas veces a lo largo de los años y cada gobierno emprende su campaña para sacar adelante sus propuestas para reformar la política y la justicia, sin lograrlo. En el caso más exitoso, el de la Constituyente de 1991, se avanzó en la creación de nuevas instituciones y en la ampliación de las oportunidades de participación política. No todo lo que allí se estableció fue provechoso y durante los últimos 27 años se han añadido y quitado cosas, algunas para peor, todas para afianzar el poder de las Cortes y el Congreso.

 

El hecho escueto es que el balance de la operación del mundo político y de la administración de justicia es para sentarse a llorar, y es claro que mientras sea a las propias instituciones a las que se les pide reformarse, el asunto no va a mejorar. Pruebas recientes al canto: el lánguido resultado parlamentario de las iniciativas del nuevo gobierno en ambos campos. Injusto de alguna manera atribuirle a la inexperiencia gubernamental ese fracaso, aunque un proceso tan complejo debió haber surtido un camino previo de consultas, habida cuenta de que el gobierno no tiene ni ha buscado tener mayorías parlamentarias. Pero si las hubiera tenido es muy probable que el resultado hubiera sido el mismo.

 

Se atribuye a Einstein, a Mark Twain y a Benjamin Franklin una frase que se le debió ocurrir a cualquier observador cuidadoso: “no se pueden obtener resultados diferentes haciendo lo mismo”. En este caso lo mismo es proponer reformas a la política y a la justicia consultando a los políticos y a los magistrados. Y lo diferente que ya ha funcionado antes es convocar una Asamblea Constituyente.

 

 Una nueva Constitución Política que haga los ajustes a la administración de justicia y el ejercicio de la política, sería un legado que le permitiría a Duque pasar a la historia

El presidente Duque durante su campaña se mostró opuesto a la idea sobre un argumento muy válido: el trámite legal de convocatoria, elección y trabajo de una asamblea Constituyente se llevaría la mayor parte de su gobierno y sus frutos los vería el siguiente gobierno. Como van las cosas, el argumento contrario adquiere la mayor importancia: una nueva Constitución Política que haga los grandes ajustes que requiere la administración de justicia y el ejercicio de la política, para sólo mencionar dos puntos críticos, sería un legado que le permitiría pasar a la historia.

 

Para muestra un botón: Cesar Gaviria, quien llegó a la presidencia muy joven, como resultado de una circunstancia tan dolorosa como el asesinato de Luis Carlos Galán, es recordado por haber propiciado durante su gobierno una Asamblea Nacional Constituyente, contra las mismas normas vigentes y corriendo un inmenso riesgo político.

 

En retrospectiva, de la Constitución de 1991 salieron instituciones que fortalecieron la democracia: La acción de tutela, la Defensoría del Pueblo, la Corte Constitucional, la participación política de la guerrilla desmovilizada, los mecanismos de participación, incluyendo la Asamblea Constituyente. No se necesita saber leer el Tarot ni la Carta Astral para concluir que algo por el estilo se hace necesario de nuevo, con la ventaja de que se cuenta con las normas para hacerlo dentro de un procedimiento garantista que toma un tiempo que es breve comparado con los fines de largo plazo que se lograrían.

 

No es fácil. El Artículo 376 de la Constitución reza: “Mediante ley aprobada por mayoría de los miembros de una y otra Cámara, el Congreso podrá disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca una Asamblea Constituyente con la competencia, el período y la composición que la misma ley determine. Se entenderá que el pueblo convoca la Asamblea, si así lo aprueba, cuando menos, una tercera parte de los integrantes del censo electoral. La Asamblea deberá ser elegida por el voto directo de los ciudadanos, en acto electoral que no podrá coincidir con otro. A partir de la elección quedará en suspenso la facultad ordinaria del Congreso para reformar la Constitución durante el término señalado para que la Asamblea cumpla sus funciones. La Asamblea adoptará su propio reglamento”

 

Es decir, toca poner de acuerdo al Congreso para que por la mayoría de sus miembros haga la convocatoria, limitada o amplia, lo que se acuerde, la cual debe ser aprobada por más de 12 millones de votantes, para luego proceder a la elección de la Asamblea. Esa debería ser la sustancia del Pacto por Colombia que propone el presidente Duque. Si su propósito central es el de un país más equitativo, qué mejor manera de lograrlo que una justicia y una política que funcione al servicio de la equidad.

 

Colombia no está políticamente polarizada. Si lo estuviera el partido ganador en las elecciones presidenciales hubiera tenido la capacidad de imponer su agenda en la legislación. Por fortuna no ha sido así. Hay partidos y grupos políticos de todas las tendencias y colores, repartidos más o menos en partes iguales, donde ninguno puede sacar adelante una agenda realmente transformadora. Lo que si pueden hacer es llevar a sus representantes más calificados a una Asamblea Constituyente para que acuerden el nuevo diseño institucional. Ideas, muchas. Las mejores, aquellas que sean mayoritariamente acordadas. Así que hoy un Pacto por Colombia con futuro debería ser un Pacto Constituyente.

Mundos paralelos

Oscar López Pulecio

Hay un mundo donde las personas pueden casarse o divorciarse sin distingo del sexo de los contrayentes; adoptar hijos si así lo quieren, amarlos y educarlos a su mejor saber y entender, sin garantías de que esa tarea vaya a ser exitosa; y adquirir todos los derechos de amparo, seguridad social y sucesión, que la ley otorga. Construir una familia funcional o disfuncional, convencional o irreverente, responsable o atrabiliaria, amorosa o distante, con miembros exitosos o fracasados, como lo han sido todas las familias desde siempre.

Hay un mundo donde las parejas que no pueden concebir un hijo por el placentero aunque sobrestimado método natural, pueden fecundar un óvulo in vitro, con semen del  miembro masculino de la pareja o de un donante, conocido o anónimo, mantenerlo congelado e implantarlo a su conveniencia en el miembro femenino de la pareja o en un vientre de alquiler. El hijo resultante de ese procedimiento tan propio como los hijos del amor o de la obligación. O si lo prefieren cambiar de sexo.

Hay un mundo donde las personas pueden creer en  Dios o no hacerlo, rezar en su intimidad o en los templos. Convivir con personas que adoran dioses muy distintos o que tiene ideas extravagantes sobre la vida eterna, que probablemente ni siquiera exista; que afirman que Dios es otro nombre para las leyes de la física, o que la Biblia es un exacto recuento del proceso de la creación de mundo y del hombre. Y no por ello se desatan entre los vecinos  guerras de religión, que más parecen sangrientas guerras de sucesión dinástica sobre quién es el verdadero heredero del poder terrenal del Creador.

Hay un mundo donde las mujeres tiene los mismos derechos que los hombres: educarse en   los mismos espacios, cambiar de pareja, vestirse o desvestirse como les plazca, trabajar como iguales, recibir el mismo salario, vivir con independencia económica y social del marido, sin estar obligadas a seguirlo ni a obedecerlo ni a soportarlo. Las evidencias no indican que esos matrimonios sean los más duraderos, pero en ese mundo la duración del matrimonio, que es un contrato cada vez más escaso,  no es  algo que se valore demasiado.

Hay un mundo donde el aborto antes de que el feto se considere viable, es una consecuencia del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y donde  la idea de que la interrupción de la gestación antes de ese momento es un asesinato, no tiene asidero científico alguno. Y un mundo donde una persona puede solicitar a una junta médica que autorice su eutanasia porque considera que ya no quiere vivir más o no puede valerse por sí misma. Allí los valores absolutos ya no existen.

Hay un mundo donde la libertad de expresión es la base misma de la sociedad, con todo y sus exageraciones, y no hay espacio para  censurar opiniones o creencias. Donde la moral es un asunto privado  y la ética un asunto público.

Y esos mundos conviven en paralelo con otros donde los Estados son confesionales y es la Ley de Dios  la que se aplica en los tribunales; donde las guerras de religión son el pan de cada día; donde las mujeres están sometidas en su hogar, en su trabajo, en sus derechos, al dominio total de los hombres; donde la ciencia es considerada una blasfemia, la educación un peligro y la censura una norma. ¿A qué mundo pertenecemos los colombianos que presumimos de modernos en medio de un océano de recalcitrantes prejuicios?  

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