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Mundos paralelos

 

Oscar López Pulecio

Hay un mundo donde las personas pueden casarse o divorciarse sin distingo del sexo de los contrayentes; adoptar hijos si así lo quieren, amarlos y educarlos a su mejor saber y entender, sin garantías de que esa tarea vaya a ser exitosa; y adquirir todos los derechos de amparo, seguridad social y sucesión, que la ley otorga. Construir una familia funcional o disfuncional, convencional o irreverente, responsable o atrabiliaria, amorosa o distante, con miembros exitosos o fracasados, como lo han sido todas las familias desde siempre.

Hay un mundo donde las parejas que no pueden concebir un hijo por el placentero aunque sobrestimado método natural, pueden fecundar un óvulo in vitro, con semen del  miembro masculino de la pareja o de un donante, conocido o anónimo, mantenerlo congelado e implantarlo a su conveniencia en el miembro femenino de la pareja o en un vientre de alquiler. El hijo resultante de ese procedimiento tan propio como los hijos del amor o de la obligación. O si lo prefieren cambiar de sexo.

 

Hay un mundo donde las personas pueden creer en Dios o no hacerlo, rezar en su intimidad o en los templos. Convivir con personas que adoran dioses muy distintos o que tiene ideas extravagantes sobre la vida eterna, que probablemente ni siquiera exista; que afirman que Dios es otro nombre para las leyes de la física, o que la Biblia es un exacto recuento del proceso de la creación de mundo y del hombre. Y no por ello se desatan entre los vecinos  guerras de religión, que más parecen sangrientas guerras de sucesión dinástica sobre quién es el verdadero heredero del poder terrenal del Creador.

Hay un mundo donde las mujeres tiene los mismos derechos que los hombres: educarse en los mismos espacios, cambiar de pareja, vestirse o desvestirse como les plazca, trabajar como iguales, recibir el mismo salario, vivir con independencia económica y social del marido, sin estar obligadas a seguirlo ni a obedecerlo ni a soportarlo. Las evidencias no indican que esos matrimonios sean los más duraderos, pero en ese mundo la duración del matrimonio, que es un contrato cada vez más escaso,  no es  algo que se valore demasiado.

 

Hay un mundo donde el aborto antes de que el feto se considere viable, es una consecuencia del derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y donde  la idea de que la interrupción de la gestación antes de ese momento es un asesinato, no tiene asidero científico alguno. Y un mundo donde una persona puede solicitar a una junta médica que autorice su eutanasia porque considera que ya no quiere vivir más o no puede valerse por sí misma. Allí los valores absolutos ya no existen.

 

Hay un mundo donde la libertad de expresión es la base misma de la sociedad, con todo y sus exageraciones, y no hay espacio para  censurar opiniones o creencias. Donde la moral es un asunto privado  y la ética un asunto público.

 

Y esos mundos conviven en paralelo con otros donde los Estados son confesionales y es la Ley de Dios  la que se aplica en los tribunales; donde las guerras de religión son el pan de cada día; donde las mujeres están sometidas en su hogar, en su trabajo, en sus derechos, al dominio total de los hombres; donde la ciencia es considerada una blasfemia, la educación un peligro y la censura una norma. ¿A qué mundo pertenecemos los colombianos que presumimos de modernos en medio de un océano de recalcitrantes prejuicios?  

UNA DECISIÓN POLITICA

 

Oscar López Pulecio

No son mayores las diferencias entre una consulta popular y un plebiscito. La Constitución Nacional enumera  las formas de participación democrática, pero sólo se refiere en detalle a la consulta popular, vaya uno a saber por qué. Una ley estatutaria, la 134 de 1994, las  define y reglamenta todas. Según esa ley, “El plebiscito es el pronunciamiento del pueblo convocado por el Presidente de la República, mediante el cual apoya o rechaza una determinada decisión del Ejecutivo.” y  “ La consulta popular es la institución mediante la cual, una pregunta de carácter general sobre un asunto de trascendencia nacional, departamental, municipal, distrital o local, es sometido por el Presidente de la República, el gobernador o el alcalde, según el caso, a consideración del pueblo para que éste se pronuncie formalmente al respecto.” En ambos casos el resultado es obligatorio.

¿Cuál hubiera sido el camino más idóneo para preguntarle  a los colombianos si aprueban o no el eventual acuerdo de paz entre el Estado  y las Farc-EP? ¿Es ese acuerdo una decisión del ejecutivo, lo que convertiría su ratificación popular en un Plebiscito, o más bien una pregunta de carácter general sobre un asunto de trascendencia nacional, lo que convertiría su ratificación en una Consulta Popular? y ¿qué sucede si para uno y otra está establecido que con ellos no se puede modificar la Constitución, si es evidente que el acuerdo de la Habana la modificaría?

De hecho el Plebiscito se reglamentó para que no se realizara nunca, porque es un recurso fácil de los gobiernos populares o populistas, para saltarse al Congreso.  Por eso, solo puede referirse a las políticas del Ejecutivo que no requieran aprobación del Congreso, que no es el caso del acuerdo de La Habana; y se estableció para él un umbral imposible, la mitad del censo electoral, hoy 16.5 millones de votos. La Consulta popular en cambio, tiene un umbral más realista pero aún muy elevado, la tercera parte del censo electoral (11 millones de votos). Como versa sobre un asunto concreto, “cuando el pueblo haya adoptado una decisión obligatoria, el órgano correspondiente deberá adoptar las medidas para hacerla efectiva.”

 

En el fondo la diferencia entre Plebiscito y Consulta Popular es que el primero es una decisión política, una especie de voto de confianza en la gestión gubernamental; mientras la segunda es un mandato para llevar a la legislación un tema específico. Lo cual explica por qué el Gobierno Nacional escogió el camino del Plebiscito. Como consecuencia, era imperativo bajar el umbral,  aunque llevarlo al 13%, 4.3 millones de votos, parece un rebaja excesiva; y hacerse el de la vista gorda sobre el hecho de que el mecanismo plebiscitario no puede modificar la Constitución.

 

En resumen, en vez de aprobar un artículo transitorio de la Constitución que permitiera por una vez reformarla por la vía del Plebiscito, con un umbral acorde con las cifras históricas de participación electoral, los legisladores acomodan a su conveniencia la actual figura plebiscitaria, para obtener un efecto político: la ratificación popular de los acuerdos de La Habana, que de todas maneras el Congreso  tendrá que llevar a la Constitución y a la ley. Dice el tío Baltasar que en eso los legisladores siguen la tradición colombiana de un país aferrado a las leyes, que en casos de urgencia siempre se las salta.

Aguafuerte

 

 

Oscar López Pulecio

Se dice que la fama internacional de Rembrandt, en sus días, se debió más a sus grabados que a sus cuadros. No tanto a los pequeños grabados utilizados en los libros, una técnica artesanal muy compleja para imprimir imágenes que se usó hasta la invención de la fotografía, sino en las obras de mayor formato, con temas religiosos, destinadas a ser difundidas entre los buenos cristianos, para hacer las cuales el propio Rembrandt y su hijo Titus montaron un lucrativo taller.

Lo que hizo Rembrandt fue darle al grabado un valor propio como obra de arte al crear piezas destinadas únicamente a ser reproducidas, a un precio que estaba al alcance de la pequeña y floreciente burguesía calvinista cuyo principal centro de comercio era  Ámsterdam. Sus maravillosos retratos, al óleo en claroscuro, de personajes locales y de temas bíblicos, colgaban en los salones de los gremios y en los palacios al alcance de unos pocos. Los grabados en cambio viajaban por Europa, colgaban de todas las paredes y llevaban el mensaje cristiano de una manera conmovedora y espléndida.

En su trabajo como grabador Rembrandt uso principalmente la técnica del aguafuerte que consiste en cubrir una placa de metal con una resina o con cera y dibujar sobre ella con un estilete la figura invertida que se va a imprimir. La placa se lava con un ácido nítrico disuelto en agua, aguafuerte, el cual carcome la superficie del metal en los sitios donde se ha removido la resina. El papel se aplica sobre la placa entintada por medio de una prensa manual para reproducir el grabado hasta que el deterioro de las líneas lo permita. Rembrandt mezclaba esa técnica con otras dos: el buril y la punta seca, que consisten en grabar directamente la imagen sobre la plancha de metal. Sus planchas han tenido una vida aventurera. Él mismo las modificó en las sucesivas impresiones y luego de su muerte cambiaron muchas veces de dueños, quienes siguieron modificándolas e imprimiendo copias. El tío Baltasar posee entre su curiosidades un ejemplar del muy famoso y muy pequeño  grabado del Curandero ( The Quacksalver), un judío ofreciendo sus pócimas milagrosas en el mismo vecindario de Rembrandt, quien tomó a esos personajes callejeros cubiertos de ropajes extravagantes como modelos para sus cuadros bíblicos.

 

En la excelente exposición que presenta actualmente La Tertulia en Cali,  hay muestras de todas las temáticas de las que se ocupó el gran artista, la mayoría en pequeños formatos. De las de gran formato están La Muerte de la Virgen, de 1639; El Descendimiento de la Cruz, de 1633; y Cristo frente a Pilatos, de 1636. Se hecha de menos la más conocida de todas, La Estampa de los Cien Florines, imagen de cristo rodeado de desamparados. Una pequeña, Cristo Expulsando del Templo a los Mercaderes, tiene una proporción monumental en el poder de sus imágenes; y otra, Abraham e Isaacs, la ternura del amor filial. Abundan los retratos, incluso el que hizo del subastador de sus bienes, y escasean los paisajes, pero el conjunto es extraordinario y da una idea muy precisa de un trabajo que ningún artista ha podido superar. El barroco fue un movimiento artístico al servicio de la política del Papado. Una manera ampulosa voluptuosa, imponente, de impresionar a los fieles católicos, lejos de la austeridad protestante. Rembrandt, calvinista, fue sin embargo el embajador excelso de esa  política celestial. 

 

Un tiro en un pie.

 

 

Oscar López Pulecio

El tema de la ratificación popular del acuerdo de paz que se firme en La Habana, y el día esté cercano, es toda una comedia de equivocaciones. El asunto nace de una propuesta presidencial, hecha al principio del proceso, para dar seguridades a los ciudadanos sobre un asunto cuyo resultado se desconocía. Pero pronto se convirtió en un galimatías constitucional que ha terminado por esconder el hecho de que nada hay en esos acuerdos que requiera de una ratificación popular. Se requieren claro está nuevas leyes, algunas ordinarias otras estatutarias, y algunas reformas constitucionales. Todo ello dentro de la competencia del Congreso de la República, donde existen mayorías parlamentarias para aprobarlas. La famosa Asamblea Constituyente que se propone sería no sólo un reemplazo innecesario del Congreso, con un complejo y dilatado proceso de trámite, sino también un reemplazo de la mesa de La Habana, puesto que tendría que entrar a revisar y aprobar cada uno de los puntos acordados.

Así que tienen razón quienes afirman que la Asamblea Constituyente no es un mecanismo funcional para ese propósito, lo cual no quiere decir que eventualmente no haya que convocar una, para arreglar los muchos desajustes y desequilibrios que genera la Constitución actual. Explicar los inconvenientes de la Constituyente no es sin embargo, una defensa  del plebiscito, convertido en un mecanismo cortado a la medida de una necesidad política, con un carácter un tanto superfluo puesto que se trata de buscar un voto de confianza sobre la paz que ya fue dado en la elección presidencial. Lo cual no es tampoco motivo para no hacerlo porque de alguna manera legitima las reformas que el Congreso tendrá que hacer.

Así que el plebiscito es el mecanismo menos riesgoso y más inofensivo para entrar oficialmente a la era del postconflicto, que es cuando comienzan todos los problemas. El principal de ellos poner la casa en orden después de un desplazamiento interno de millones de personas que malviven en las ciudades y  se enfrentan a una  economía informal, que no garantiza la incorporación a ella, no de los reinsertados de la guerrilla que van a ser una minoría privilegiada por los subsidios, sino del grueso de la población afectada por el desplazamiento y de los marginados de siempre.

 

Esa necesidad de un resurgimiento económico que vuelva  a la sociedad colombiana menos inequitativa, a través de la educación, el trabajo digno y la productividad, es el verdadero reto, porque es la única manera de que el conflicto no se repita. Un conflicto que ha sido una perfecta excusa para el mundo político y empresarial, incapaz de construir un mejor país para todos. De modo que oponerse con razones de alta teoría constitucional a que se ratifique con rapidez un acuerdo, sobre un conflicto doloroso pero marginal, que no está en el centro de las necesidades sentidas de la población, se convierte en una excusa para que todo siga igual con los privilegios, los abusos, las inequidades de siempre.

 

El tío Baltasar dice que la propuesta de convocatoria de una Constituyente para ratificar el acuerdo de paz, es una manera elegante y en apariencia democrática de lograr que ese acuerdo no se firme nunca, Y añade que la propuesta de la necesidad de la ratificación popular tuvo sentido en un comienzo pero ahora es un mal menor,  más parecido a un tiro en un pie.

Luchas

 

 

 

Oscar López Pulecio

El paraíso perdido no existe. Al menos no en Colombia. Cuando con un dejo de nostalgia se habla de épocas en que existían entre nosotros sanas costumbres, comportamientos ejemplares de políticos, empresarios y matronas, campesinos respetuosos, dominio de los valores católicos, se cae en el peligro de pensar que todo tiempo pasado fue mejor, cosa que casi nunca es cierta. Más allá de la versión oficial la nuestra ha sido una historia convulsionada plagada de actos violentos, de grandes conflictos colectivos, en la cual cada derecho duramente ganado ha sido producto de una rebelión. Sangre es lo que ha habido desde el Descubrimiento hasta ahora y  a través de ese largo historial de violencia se ha ido construyendo un país mejor, más integrado, más incluyente, más participativo. 

En la conferencia inaugural del Doctorado en Historia Cultural de Colombia, de la Universidad del Valle, el profesor Fernán González S.J, investigador del Cinep, habló sobre las relaciones existentes entre la construcción del Estado en Colombia y las violencias históricas, que van desde el exterminio de los indígenas y la esclavitud de los negros, pasando por las guerras civiles, hasta la violencia política y el conflicto guerrillero. Su argumento central: las grandes reformas legales han sido producto de grandes conflictos sociales y en ese proceso el Estado colombiano se ha ido construyendo mediante la paulatina integración del territorio a partir de los centros urbanos y las grandes haciendas, desplazando a la gente del campo a zonas marginales. Como consecuencia, no ha habido una edad de oro de la sociedad colombiana sino una construcción del aparato estatal en medio de la violencia generada por la falta de solución al problema agrario.

Con la visión de largo plazo de los académicos quizás pueda entenderse que lo que pasa ahora es sólo un episodio más de esa historia: una rebelión campesina inspirada en reivindicaciones sociales y económicas, que no una guerra civil, impulsada por procesos dramáticos de desplazamiento y concentración de la propiedad rural, agravada por la ausencia del Estado en las zonas de conflicto y financiada por las economías ilegales que esa ausencia genera. Esa visión de la historia quizás explique también que en la medida en que el Estado se ha fortalecido y las regiones  colombianas, tan distantes y tan separadas geográficamente entre ellas, se han venido integrando en una red de ciudades, los conflictos sociales urbanos han sido más reducidos y han podido ser asimilados por el reformismo estatal.

 

Hoy por hoy el conflicto armado colombiano es un conflicto rural marginal dentro de una economía mayoritariamente  urbana relativamente próspera: una contradicción imposible de explicar a un observador lejano. Y es parte de un proceso de desplazamiento y asimilación que lleva siglos y permite alentar la esperanza de que pueda solucionarse por acuerdos nacionales como lo ha sido en el pasado: los criollos contra los descendientes de Don Pelayo, los indígenas contra las encomiendas, los negros contra los amos, los peones contra los terratenientes; los débiles, los oprimidos, las minorías, contra las clases dominantes aliadas con la Iglesia Católica y con los legisladores conservadores. Y todas esas luchas sumando pequeñas victorias aquí y allá, que son la verdadera historia de Colombia.

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