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El populoso centro

 

 

Oscar López Pulecio.

Es como un laberinto formado por todas las manifestaciones posibles de participación democrática cuyo final para quien lo transita es incierto. Así podría definirse el proceso de selección de candidatos a la presidencia de los Estados Unidos de América. Cada uno de los cincuenta  estados de la Unión Americana tiene un proceso diferente para seleccionar a los delegados de los partidos Demócrata y Republicano que los representarán en su convención nacional, cada partido tiene reglas y fechas diferentes para las primarias estatales, y lo mismo sucede con  cada convención.

 

En algunos estados quien gana la primaria gana todos los delegados a la convención, en otros el reparto es proporcional y en otros el resultado no es vinculante para los delegados. Los superdelegados, que son delegados por derecho propio, son numerosos en el partido demócrata, 20% del total, formados por antiguos y actuales dirigentes y funcionarios del partido; y 5% en el partido Republicano, que son los miembros del Comité Nacional del partido. En ambos partidos los superdelegados tienen un gran poder por su influencia en las negociaciones cuando hay varios candidatos y la convención se realiza sin una clara mayoría de uno de ellos.

 

Lo anterior para decir que aunque Donald Trump llegue con el mayor número de delegados a la convención republicana no tiene asegurada la nominación,  por las enormes resistencias que ha generado en su propio partido y por la idea subyacente de que si gana la nominación perdería la presidencia. Y para llegar a esa conclusión no es sino repasar la historia electoral norteamericana en la cual los candidatos presidenciales percibidos como radicales, un poco a la derecha o a la izquierda del espectro político, no han ganado las elecciones. Fue el caso de Adlai Stevenson contra Eisenhower en 1952 y en 1956. Un intelectual demócrata, considerado demasiado liberal por el electorado, quien fue estruendosamente derrotado en dos oportunidades por Dwight Eisenhower, el héroe de guerra que representaba los valores tradicionales de la clase media americana. El populoso centro.

 

La historia se repitió, pero al revés, en 1964 cuando Lyndon Johnson derrotó a Barry Goldwater, un conservador extremista enemigo de los derechos civiles que había rechazado las iniciativas liberales del gobierno Kennedy. El entusiasmo republicano por Goldwater parecido al que hoy se vive por Trump y por parecidas razones: la reacción a una desestabilización social. Y vuelve a repetirse, otra vez al revés, cuando en 1972 Richard Nixon le da una paliza electoral a George MacGovern, un candidato demócrata demasiado liberal para el gusto del populoso centro, que entusiasmó a toda la inteligencia norteamericana, a los jóvenes y a las minorías, sólo para ser derrotado por la clase media; como iba a suceder también en 1984 cuando Ronald Reagan derrotó a Walter Mondale, defensor de los pobres, en toda la línea.

 

El tío Baltasar dice que Trump versus Clinton, gana Clinton porque en Estados Unidos, de un lado o del otro, cualquier candidato que sea percibido como radical, fuera del populoso centro, se convierte en una amenaza para el grueso del electorado y pierde las elecciones.  Y añade que valdría la pena hacer el ejercicio de si lo mismo sucede en otros países con fuertes clases medias que ponen el grueso de los votos en las presidenciales. ¿Colombia, por ejemplo?

La monja y la cortesana

 

 

Oscar López Pulecio

La una era una monja enclaustrada de la orden de San Jerónimo en un medio tan opresivo como el México virreinal del siglo XVII. La otra, una cortesana con una clientela distinguida en la relajada Venecia del siglo XVI. Ambas, sor Juana Inés de la Cruz y Verónica Franco, precursoras verdaderas de la liberación femenina, que en el fondo más que sexual es intelectual. Son ejemplos tempranos de que las mujeres no se liberan de sus yugos seculares a través de su cuerpo sino a través de su mente. Muy distintas las dos pero ambas poetisas, como se decía en español antes de que se impusiera el sustantivo masculino de “poetas” a las mujeres que escriben poesía. Un anglisismo nacido del origen norteamericano del movimiento moderno de liberación femenina, puesto que en inglés por regla general el sustantivo es igual para lo masculino y lo femenino,  y el género lo determina el sujeto (he  o she). Gajes del igualitarismo radical.

Poetisas de calidad y mujeres de armas tomar, no en combates abiertos sino en sutiles luchas de seducción. Octavio Paz dice en su ensayo sobre sor Juana Inés, las Trampas de la Fe, que fue ella una poetisa del Barroco mexicano sólo comparable en la historia de la literatura latinoamericana a Rubén Darío y que su poesía, que no era ni mística ni romántica, fue la elaboración intelectual de sus ideas a través del molde del Barroco. Hasta cuando al Arzobispo de México le pareció  intolerable que una monja de clausura tuviera biblioteca propia, escribiera versos y la visitara con demasiada frecuencia doña María Luisa Manrique de Lara, la Virreina. La mandó a callar, cosa que sor Juana obedeció.

Verónica Franco era una especie de geisha veneciana. La lista de sus amantes es ilustrísima. El Duque de Mantua la protegía y cuando Enrique de Valois pasó por Venecia en su camino hacia París para ser coronado como Enrique III, se la llevó en su cortejo como su joya más preciada. Para satisfacción de los venecianos que la querían y la habían hecho suya, literalmente. Pero además, se carteaba con Montaigne, la había pintado Tintotetto y escribía versos de amor, con pleno conocimiento de la materia. Sus contemporáneos hablan de ella no como una gran belleza sino como una mujer culta y encantadora. Tuvo un final miserable: acusada por su marido de brujería ante la Santa Inquisición, salvada a última hora por sus clientes agradecidos, desapareció en el anonimato que generan los escándalos muy notorios.

 

Para sor Juana, quien se había educado en la corte virreinal, el convento de clausura, con sus infinitas restricciones, fue el espacio para su liberación. La única manera que encontró para que una mujer mexicana del siglo XVII se realizara como escritora, puesto que para ella ni el matrimonio ni la soltería eran alternativas posibles. Para Verónica, todo lo contrario, su liberación venía del poder social y económico de sus amantes, que le permitían a ella, sin un centavo, realizar su vocación literaria. Ambas luchadoras, con las armas disponibles. Ambas derrotadas por la Iglesia Católica, para la cual la mujer perfecta es sumisa, virginal, asexuada, entronizada pero de segunda clase,  y ambas triunfantes para la posteridad a través de la literatura, con obras que reflejan ese espíritu de liberación a través del intelecto, que ninguna fuerza puede detener. Hoy Sor Juana y Verónica hubieran sido grandes amigas.

La paz como política

 

 

 

 

Oscar López Pulecio

El proceso de paz es en el fondo la búsqueda de la solución a un problema político: lograr la incorporación a la sociedad civil de un grupo de personas que han luchado militarmente contra ella por considerarla poco incluyente, poco democrática, poco equitativa. Por definición debería ser un acuerdo entre todos los sectores de la sociedad colombiana con quienes quisieron destruirla. Pero se ha vuelto un asunto de política partidista sobre el cual el mundo político busca obtener para si los mejores réditos posibles. En ese escenario las Farc son sólo un testigo ¿divertido, conmovido, desconcertado?, de una pelea sin cuartel entre la clase dirigente, que quizás les sirva de argumento para pensar que ese mundo, en apariencia democrático, pero saturado de privilegios, de legalismo y de corrupción, de verdad hubiera necesitado un cambio más radical que el que ahora se negocia.

El proceso de paz es en el fondo la búsqueda de la solución a un problema político: lograr la incorporación a la sociedad civil de un grupo de personas que han luchado militarmente contra ella por considerarla poco incluyente, poco democrática, poco equitativa. Por definición debería ser un acuerdo entre todos los sectores de la sociedad colombiana con quienes quisieron destruirla. Pero se ha vuelto un asunto de política partidista sobre el cual el mundo político busca obtener para si los mejores réditos posibles. En ese escenario las Farc son sólo un testigo ¿divertido, conmovido, desconcertado?, de una pelea sin cuartel entre la clase dirigente, que quizás les sirva de argumento para pensar que ese mundo, en apariencia democrático, pero saturado de privilegios, de legalismo y de corrupción, de verdad hubiera necesitado un cambio más radical que el que ahora se negocia.

Habría que recordar un tema elemental que nos devuelve a los orígenes del derecho. El contenido del derecho es el que la sociedad quiere que sea. Las normas son solo un andamiaje jurídico cuyo contenido lo determina en últimas la sociedad. Si la sociedad colombiana vota que quiere la paz, en los términos que se han acordado en La Habana, pues esa es la ley de la tierra y no hay poder que pueda impedirlo. Convertir el proceso en un tire y afloje sobre las candidaturas presidenciales del 2018 es cosa de locos.

Las iniciativas del Gobierno para convertir el acuerdo en la ley de la tierra, de nuestra tierra, tienen la fuerza de la lógica política y jurídica: el acuerdo, que ha consultado las normas internacionales y vincula a la comunidad internacional, se hará conocer de los ciudadanos para que voten sí o no; se han reglamentado legalmente las condiciones de ese plebiscito, que es más bien una consulta con resultados vinculantes; si es aprobada se  llevará al Congreso para su trámite como reforma constitucional y se someterá al control de la Corte Constitucional. ¿Qué más quieren los opositores? La decisión política de aprobar los acuerdos en una ratificación popular confirmada por el Legislativo, le da toda la legitimidad y anula el debate jurídico sobre su legalidad. Porque el pueblo es soberano.

El tío Baltasar dice que ese debate estrambótico le recuerda el que se suscitó con la convocatoria de la Asamblea Constituyente  de 1990, sin el menor asomo de legalidad, de la cual surgió la Constitución de 1991, que hoy nadie cuestiona. Un acto tan audaz que para asegurarse de que no volviera a pasar los Constituyentes crearon parte del galimatías jurídico que hoy nadie entiende. Y añade el tío, que entonces como ahora, si el pueblo acepta el acuerdo de La Habana, el Congreso lo aprueba y la Corte Constitucional lo avala, pues esa es la ley y ya.

Lugares Comunes

Oscar López Pulecio

El Gobierno, embarcado con todas sus naves en el propósito de lograr un acuerdo de paz con las Farc, que dé inicio a un proceso civil de reconciliación entre los colombianos y permita ejecutar una serie de reformas institucionales, ha buscado con imaginación toda clase de mecanismos legales para hacer posible el éxito de esa iniciativa. Sólo para que a cada paso se atraviesen los defensores del statu quo de siempre, a decir que no se puede, que hay un inciso o una norma o un tratado que lo prohibe, que estamos condenados a la guerra porque la paz tiene unas condiciones imposibles de cumplir legalmente.

Todo el debate gigantesco y farragoso que ha habido sobre la negociación está basado en determinar la medida en que las normas vigentes pueden estirarse por así decirlo para lograr un resultado honorable para ambas partes. Ello ha llevado a grandes discusiones de derecho internacional, constitucional o penal, propias de especialistas, que son imposibles de entender por el grueso público. Así que tanto quienes apoyan el proceso como quienes se oponen a él han tenido que recurrir a simplificaciones no siempre ciertas ni afortunadas.

La oposición del Centro Democrático, el único partido político que se opone totalmente a la negociación, ha bordeado peligrosamente los terrenos de la desinformación irresponsable para oponerse al proceso, diciendo en lugares comunes lo que el proceso no es pero parecería ser si no ese explica bien: impunidad para crímenes atroces, sometimiento de la Constitución a la mesa de negociaciones, entrega del país al comunismo internacional (como si todavía existiera), afectación de la propiedad privada, legalización del narcotráfico, ni un día de cárcel para los guerrilleros, acuerdo sin desarme; en fin, las diez plagas de Egipto vistas como un renunciamiento de la sociedad colombiana a lo que le es más caro a nombre de una paz incierta.

Pero la pedagogía del Gobierno es también un acervo de lugares comunes que habría que explicar en detalle: es mejor la paz que la guerra, con el acuerdo habrá más progreso y bienestar para todos los colombianos,  no se está negociando el sistema político, habrá desarme guerrillero, la paz está a punto de firmarse, (pero se aplaza una y otra vez). Y el asunto no tiene remedio ni de un lado ni del otro de modo que al final si se llevara ese eventual acuerdo a la ratificación popular en una consulta o plebiscito, serán pocos los que leerán lEos extensos documentos, casi ninguno estará de acuerdo con todos ellos, pero su aprobación dependerá de quien haga la más poderosa campaña de lugares comunes.

El tío Baltazar dice que en el fondo es más un asunto de confianza. Si la gente percibe que el Gobierno ha sido responsable en el manejo de las negociaciones acatará el resultado más o menos sin conocerlo. Si desconfía, por las razones que sean, votará en contra. Y añade el tío que eso se reduce siempre la política.

En silencio 

 

Oscar López Pulecio. 

Tres son los cambios revolucionarios que se han hecho en Colombia en los últimos 25 años de vigencia de la Constitución de 1991: la apertura de nuevos espacios políticos, el fortalecimiento de los derechos de las minorías y el carácter laico del Estado. Otras cosas  estupendas consagradas en ese texto Constitucional, que ha tenido 41 reformas desde entonces, no todas  progresistas, se han quedado escritas; pero el desarrollo de esos tres temas ha producido en silencio una verdadera revolución ciudadana y ha contribuido a perfilar el propósito central de la formación de un Estado Social de Derecho. 

Para una persona joven de hoy, nuestros Millennials, que es como se denomina a quienes nacieron entre 1980 y 2000, es difícil imaginar un mundo en el cual la política era bipartidista, la tutela no existía y el Estado era confesional. Un mundo cerrado y dividido  entre Liberales y Conservadores, que había generado un  enfrentamiento violento por decenios, entre ellos y con las fuerzas políticas emergentes que habían optado por la revolución armada; donde el ciudadano corriente no tenía acceso a sus derechos por el costo y la dilación de cualquier proceso; y donde la Iglesia católica se mezclaba peligrosamente en las decisiones políticas y en la legislación civil. 

De 1991 en adelante surgieron nuevas fuerzas políticas de todas las tendencias que arrasaron con el bipartidismo de modo que en la pluralidad política de hoy caben todos los ciudadanos y el gobierno debe ser forzosamente producto de coaliciones alejadas de la ideologías y los dogmatismos que tanto mal hicieron. El bipartidismo ha sido duro de matar y buena parte de las reformas regresivas  a la Constitución se explican por su resistencia a desaparecer. Pero fue la apertura política que entonces se produjo la que facilitó el desarme de algunos de los grupos guerrilleros de entonces y que facilita hoy el proceso de paz de La Habana. No verlo es tapar el sol con las manos. 

 

En cuanto a los derechos de las minorías, ha sido el carácter garantista de la Constitución el que ha permitido la fuerte presencia de grupos de población antes ignorados: mujeres cabeza de familia, indígenas, homosexuales; comunidades religiosas, raizales, afros. Pero ha sido sobre todo la acción de tutela la que ha creado un poderoso mecanismo de igualdad para proteger  la inminente violación de los muchos pero esquivos derechos consagrados en las leyes.  

 

En cuanto al carácter laico del Estado, de ello casi ni se habla. La moral social de hoy casi nada tiene que ver con la tradicional moral católica impuesta a rejo desde púlpitos y confesionarios, que tuvo por siglos a su merced a la mujer, a las minorías sexuales, a los indígenas y a los niños. Hoy todos tienen derecho a adorar a su Dios y a que la vida civil lleve su propio curso de acuerdo a lo establecido por las leyes. No hay que olvidar que no hace tanto tiempo la figura patética y aislada del Procurador General de la Nación que hoy nos asola, era la norma.  

 

Tantas otras cosas que impulsaron la modernización del Estado: la Corte Constitucional, la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía General de la Nación, los mecanismos de participación ciudadana, la independencia de la Junta Directiva del Banco de la República; tantas otras aun por desarrollarse. Tantos problemas que sobreviven. Pero un país nuevo nacido en silencio de esa asamblea visionaria de hace 25 años.  

13%

Oscar López Pulecio

A primera vista parecería que un umbral de 13%  del censo electoral, de votos afirmativos,  para darle validez al Plebiscito sobre el acuerdo de paz que se firmará en La Habana, y el día esté cercano, es una cifra irrisoria y una burla a las mayorías nacionales. Pero cada asunto de ese prolongado y prolijo proceso tiene su historia. Como en su momento el tema central de la validación de los acuerdos era la convocatoria de un Referendo, presionado desde los extremos políticos tanto por las Farc como por el Centro Democrático, la referencia electoral sobre la validez de la solicitada refrendación popular era el umbral del Referendo que es 25% del censo electoral, como lo dispone el artículo 378 de la Constitución. Sólo que para la aprobación de un Referendo  se requiere  la mitad más uno de ese 25%, es decir 12.5%.  

Así que la cifra del 13% de votos afirmativos nace de las exigencias constitucionales sobre la aprobación de referendos. Hubiera sido un abuso haber establecido que ese 13%  era la totalidad de los votos por el sí y por el no. Pero los 4.5 millones de votos afirmativos que se requieren para la ratificación popular de los acuerdos no son poca cosa y permiten que no se bloquee la voluntad popular con la abstención, que hubiera sido el objetivo del debate con un umbral de 9 millones de votos válidos muy difíciles de obtener, como quedó demostrado en el fracasado Referendo uribista. El 13% de votos afirmativos obliga a quienes no están de acuerdo con el proceso de paz a participar para poder medir por los votos negativos  el tamaño real de la oposición política en esa materia. 

 

Como la convocatoria de un Referendo era un absurdo político, que obligaba a votar separadamente cada uno de los muchísimos temas,  se recurrió a la figura del Plebiscito, también consagrada en la Constitución entre los mecanismos de participación ciudadana, sobre el cual apenas dice que el Presidente  puede convocar al pueblo para que se pronuncie sobre las políticas del Ejecutivo que no requieran aprobación del Congreso, con algunas excepciones, pero no establece ninguna reglamentación al respecto. Fue la Ley Estatuaria134 de 1994 la que estableció cómo hacer un Plebiscito y fijó un umbral de la mitad más uno del censo electoral, que era una manera piadosa de decir que  nunca podría ser aprobado alguno. Así que el Congreso por otra Ley Estatutaria, dentro de sus facultades y siguiendo todos los procedimientos, cambió el 50% por el 13% según esa regla básica del derecho de que las cosas se deshacen como se hacen. 

 

La Corte Constitucional aprobó la convocatoria  en esos términos, pero precisó algo de la mayor importancia: que si no se alcanza el umbral de 13% de votos afirmativos, los acuerdos de La Habana, que son una política pública específica, no se pueden implementar, pero no se toca la facultad del Presidente para mantener el orden público, incluyendo la negociación con grupos ilegales tendientes a lograr otros acuerdos de paz. Es decir, la no ratificación popular del acuerdo de paz de La Habana no impide que el Gobierno haga posteriormente otro con las Farc,  aunque se parezca mucho al que aún no conocemos pero conoceremos algún día pues su publicación es obligatoria con la convocatoria del Plebiscito. El tío Baltasar, abogado a ratos, dice que es el Estado de Derecho en acción, con la necesaria elasticidad que le dicta la política, al servicio de la paz.  

PREMURAS

Oscar López Pulecio

Crean mucha confusión las versiones encontradas del gobierno entre la inminencia del acuerdo final de paz y todo lo que falta para concluirlo. A nadie se escapa que faltan asuntos muy gruesos por resolver: la amnistía para el grueso de las tropas, el tamaño de la representación parlamentaria no electa de los guerrilleros desmovilizados y su duración, la conformación del tribunal que debe juzgar a las personas que se sometan a la justicia transicional y quienes deben elegirlos, los detalles engorrosos de las concentraciones y el desarme. En fin una serie de temas que harían pensar que los anuncios sobre la cercanía del acuerdo final no se corresponden con la realidad de la negociación, que ha avanzado a través de los años con pasos pequeños, seguros y muy lentos.

Lo cual no significa que no se vaya a lograr el acuerdo, que el cuidado con el que se ha negociado y las personas que han participado en él de parte del Gobierno no sean una garantía de seriedad, y que sería un gran logro para la sociedad colombiana que las Farc desaparecieran como movimiento armado y se convirtieran en un movimiento político. Lo último lo más importante porque le quita el carácter de rebelión política a buena parte de la economía ilegal con la cual esa rebelión se financia y saca ese accionar del mundo de la justicia social para convertirlo en materia del código penal. O sea, se despolitiza la ilegalidad que ha sido la patente de corso de la guerrilla para actuar en las regiones que el Estado ha dejado a su merced.

El largo período de negociaciones ha desvanecido el hecho de que las Farc al sentarse a esa mesa y aceptar el marco de legalidad existente están renunciando a su principal ideal revolucionario que era llegar al poder por la lucha armada, y aceptan competir en las muy turbias y malolientes aguas del mundo electoral colombiano en donde están condenadas a ser una minoría. Si eso no es una derrota quien sabe con qué otro nombre podría llamársele. Todo el esquema de negociación faltante: las zonas de concentración, el desarme, los juicios penales, no son otra cosa que la protocolización de una derrota militar, de ahí que se haya tardado tanto en concretarse.

La premura gubernamental para convocar al plebiscito aun antes de la firma del acuerdo final y la agobiante publicidad oficial, crea toda clase de inquietudes en la ciudadanía porque tiene el inevitable aspecto de que se va a firmar un cheque en blanco, cuando en realidad el grueso de las cuentas ya están acordadas. El Gobierno que ha sido tan paciente y ha afrontado con decisión y valor político tantos escollos debería guardar esa misma compostura hasta el final. Lo contrario es darle a la oposición política todas las armas para presentar el apoyo al proceso de paz como un salto al vacío, basado sólo en un voto de confianza, en un país de desconfiados.

Sabio ha sido ir creando los instrumentos institucionales para aterrizar jurídicamente el acuerdo de paz, una misión que el Congreso y la Corte Constitucional han asumido con responsabilidad, incluyendo el plebiscito. Pero este no se puede echar a andar sino con posterioridad a la existencia cierta del acuerdo final.

 

El tío Baltasar recuerda que el plebiscito que creó el Frente Nacional en 1958, fue un episodio excepcional en el cual todo el mundo sabía lo que votaba, y añade que el éxito del que se avecina consiste en que suceda lo mismo.

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