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Almabeatriz

 

Por: Oscar López P.

 

 

Cualquiera que hubiera sido su vida,  iba  a ser recordada por quienes la conocieron, porque era difícil olvidar su gentileza, su don de consejo, su integridad, su inteligencia y sobre todo su sonrisa. Si hubiera sido sólo la madre de familia que era cuando, con cuatro hijos pequeños, comenzó a estudiar derecho en la Universidad Javeriana en Bogotá en los años setenta,  hoy su muerte prematura hubiera sido un asunto privado. Pero otro era su destino. Un día, como Ministra Delegataria con Funciones Presidenciales, debió pensar con la misma sencillez de siempre, ante la guardia presidencial que le rendía honores, sobre esa parábola vital que la había llevado tan lejos, por sus propios méritos

 

Tenía el aspecto, fino, elegante, de una mujer frágil. Y dos convicciones duras como el acero: su fe en Dios y el respeto por el Estado de Derecho. Si se quisiera  definir a Almabeatriz Rengifo López, como servidora pública,  podría decirse que era una mujer que ponía su fe al servicio del derecho. De sus profundas creencias sacaba la fuerza para hacer valer sus argumentos y para enfrentar a los poderosos, sin otra arma que la ley.

 

Dos acontecimientos de su carrera pública particularmente complejos demostraron su temple. La defensa de la norma que restablecía la extradición de nacionales, defendida por ella ante el Congreso, como Ministra de Justicia del gobierno de Ernesto Samper; y la defensa de la validez del referendo reformatorio de la Constitución, no aprobado en las urnas, durante el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez, cuando ejerció el cargo de Registradora Nacional del Estado Civil.    

 

Lo del restablecimiento de  la extradición de nacionales era simplemente enfrentar a la mafia del narcotráfico, todopoderosa, que había arrasado al país cuando se la amenazó con extraditarla a Estados Unidos, con tal violencia, que la propia Asamblea Nacional Constituyente la había prohibido. Cuando se escriba la historia verdadera de esos días aciagos, hoy todavía enturbiados por un debate político de dos decenios que aún no termina, se verá el papel que esa mujer pequeña y valiente, rodeada por una nube de escoltas, desempeñó para desmontar una maquinaria criminal, que amenazaba la integridad misma de la Nación.

 

Lo del Referendo no fue menos valeroso: resistir las presiones políticas para modificar el censo electoral, después de la votación, con el argumento de que estaba inflado por los ciudadanos muertos, inhabilitados o al servicio de las fuerzas armadas, de modo que se pudiera bajar el umbral requerido para la aprobación de las propuestas presentadas. Con la Constitución en la mano, recordó cómo la independencia del poder electoral es de la esencia misma del sistema democrático y que sólo la trasparencia de los procesos electorales legitima la democracia.

 

Y si se me permite, una nota personal. Era ella el centro de gravedad de mi familia paterna: árbitro amable, consejera sin par, ejemplo de vida, alma de la fiesta, mano generosa llena de ternura. La más cercana a mi corazón. Quizás, contando cómo era, pueda entenderse mejor el papel que desempeñó Almabeatriz Rengifo López al servicio de su Patria, con la misma devoción y entrega. Quizás, una página justa escrita en su memoria, adorne su tumba como otra azucena blanca. Quizás, atenúe la pena. Como se dolía César Vallejo en sus Heraldos Negros: “hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡yo no sé!”.

Dios es la física

Oscar López Pulecio.

El hombre es de por sí una aparente contradicción de las leyes de la física, que él ha elevado a la categoría de máximas rectoras del Universo: la mente más brillante de su tiempo en el cuerpo más contrahecho que se conozca: Sthepen Hawkins. Su historia personal es un caso superlativo del triunfo del espíritu sobre la materia. Víctima de una enfermedad motoneuronal, la esclerosis lateral amiotrófica, está hoy, a sus 72 años, casi paralizado por completo; se comunica con el mundo exterior con movimientos de sus mejillas y sus ojos que son traducidos en palabras, una por minuto, por una sofisticada computadora. Lo cual no le ha impedido adelantar una revisión total de las más avanzadas teorías de la física, la astrofísica y la cosmología.

 

Lo que ha dicho Hawkins en un famoso librito de divulgación científica, “La Breve Historia del Tiempo” (The Brief History of Time), es que la Teoría de la Relatividad de Einstein lleva a pensar, basado en la Ley de la Gravedad, que existió un comienzo del Universo (el Big Bang), surgido de una infinita densidad de la materia que se expande, dando origen al tiempo; y  un final en un gran agujero negro (el Big Crunch), donde toda la materia  se contrae infinitamente, hasta desaparecer en la nada, o sea, el fin del tiempo. Pero si esa Teoría de la Relatividad se combina con los principios de la Mecánica Cuántica, surge la posibilidad de que el espacio y el tiempo juntos formen un espacio finito de cuatro dimensiones sin singularidades ni fronteras. Un ente autocontenido, sin principio ni fin.

Todo muy teórico y muy incomprensible. Sólo que tiene una consecuencia racional inevitable. Si el universo se rige por sus propias leyes, su creación, si es que fue creado alguna vez, tiene un carácter espontáneo que vuelve redundante el papel de Dios, en caso de que exista. El papel de un Dios todopoderoso estaría limitado al momento de la creación, de acuerdo con las leyes de la física que Él mismo no hubiera podido cambiar. En palabras de Hawkins, Dios es el nombre que la gente corriente le da a la física.

Caminando sobre cáscaras de huevo, en una universidad tan tradicionalista como Oxford, al final de su Breve Historia del Tiempo dice: “si encontramos una respuesta al origen del Universo, sería el mayor triunfo de la razón humana porque podríamos conocer la mente de Dios”, (lo cual ya es una herejía teológica). Pero ya viejo e impedido, se despacha: “en el pasado, antes de que entendiéramos la ciencia, era lógico creer que Dios creó el Universo. Pero ahora la ciencia ofrece una explicación más convincente. Lo que quise decir cuando dije que conoceríamos 'la mente de Dios' era que comprenderíamos todo lo que Dios sería capaz de comprender si acaso existiera. Pero no hay ningún Dios. Soy ateo. La religión cree en los milagros, pero éstos no son compatibles con la ciencia.”

La película “La Teoría del Todo”,  un tanto rosa, actualmente candidata al Oscar, basada en el libro de su primera esposa, cuenta cómo en su juventud Hawkins buscaba una ecuación única, breve y elegante, que explicara al Universo. No existe. Existen diferentes teorías cuya asociación lleva a sugestivas conclusiones. Quizás tenga razón y Dios no exista, pero no puede dudarse que la vida de Sthepen Hawkins, es un desafío a esas leyes que condicionan el comportamiento de la materia, y que tiene un nombre para los creyentes: el milagro.

Grandes y Chicos

 

Oscar López Pulecio

 

No sobra recordar un par de cosas ahora que  se propone  una reforma a la elección del Senado de la República, en la cual se mantiene la circunscripción nacional para 89 curules, se da una curul a once departamentos con menos de 500.000 habitantes y dos a las minorías étnicas. La reforma se basa en el hecho absurdo de que debido a la circunscripción nacional actualmente hay 13 departamentos sin representación en el Senado y otros están sobre representados con respecto a su población. Pero la propuesta parece una incompleta fórmula aritmética de compensación que desaprovecha la oportunidad de corregir un error histórico de la Constitución de 1991 que olvidó la tradición de autonomía de las provincias colombianas,  cuya representación  en el Senado fue el precio mínimo que se pagó por la unificación nacional en la Constitución de 1886.

 

De las cinco constituciones que hubo entre 1830 y 1886, sólo la de 1843 fue centralista, en un país en guerra civil donde el gobierno conservador de Alcántara Herrán buscaba el control militar y político del territorio. Las demás, la de 1832, 1853, 1858 y 1863, buscaban la autonomía de las provincias, tanto que la última, acordada en la Convención de Rionegro, estableció los Estados Unidos de Colombia,  los cuales se daban su propio gobierno,  sus propias rentas y su ejército, mientras el gobierno central se ocupaba de la defensa nacional, la legislación penal, la moneda y las relaciones internacionales. Los Estados Soberanos eran: Antioquia, Bolívar, Boyacá, Cauca, Cundinamarca, Magdalena, Panamá, Santander y Tolima. Es cierto que el resultado de ese experimento fue la continua guerra civil, pero indicaba un poderoso deseo de autonomía.

 

Esos Estados Soberanos se convirtieron en Departamentos en la Constitución de 1886, formulada con el principio de la descentralización administrativa y la centralización política, que luego de 60 reformas llevó al virtual marchitamiento del poder departamental y al poder absoluto del centralismo. El golpe de gracia fue la elección del Senado por circunscripción nacional establecido en la Constitución de 1991. Para entonces ya había 32 departamentos y el Distrito Capital, segregados, en ocasiones por puras razones políticas, de los antiguos Estados Soberanos.  Sólo del Estado Soberano del Cauca, que era medio país, salieron 11 departamentos, y de Bolívar 5.

 

La constitución de 1886 tuvo una fuente importante en la Constitución de Filadelfia de 1787, que conformó un Senado donde todos los Estados estaban igualmente representados, sin importar su tamaño, condición indispensable para  configurar la Unión Americana. Hoy se eligen dos Senadores por cada Estado. La Cámara en cambio, es la representación del pueblo y se elige por circuitos electorales, de acuerdo con el tamaño de la población, así que los Estados más grandes tienes un mayor número de Representantes. Esa fórmula excepcional se copió más o menos en 1886 en Colombia, de modo que todos los Departamentos estaban representados y los períodos de los Senadores eran el doble del de los Representantes. Hoy cuando hay crisis universal en los partidos políticos y ni las regiones ni la gente se sienten representadas en el Congreso Nacional, es un verdadero desperdicio desaprovechar la oportunidad de volver a tener un Senado realmente representativo de la Nación, como en sus orígenes. Eso sí sería volver al equilibrio de poderes.

El Bolígrafo

Por Oscar López Pulecio

 

                                                                                    

El tema más complejo de la propuesta reforma de equilibrio de poderes, en su aspecto electoral,  es la abolición del voto preferente, por el cual una persona puede  votar por su partido y por un candidato de la lista única de ese partido. El resultado de la votación lleva al reordenamiento de la lista por orden de votos obtenidos, nuevo orden al cual se le aplica la cifra repartidora para determinar el número de curules del partido.  Ese mecanismo fue establecido por la Reforma Política de 2003, que buscaba acabar con las microempresas electorales, pues había más de 70 partidos y movimientos representativos en el Congreso. Cualquier lista que lograra el cuociente electoral obtenía una curul. Casi todas entraban por residuo, es decir no se necesitaban ni muchos votos ni mucho dinero para llegar al Congreso, aunque la influencia de los grandes partidos políticos casi desparecía en ese esquema. 

 

Con la Reforma de 2003, que estableció además el umbral electoral, se obligó a que las listas estuvieran avaladas por organizaciones políticas grandes. En ese contexto de reorganización de los partidos el voto preferente evitó que resucitara el famoso bolígrafo, que era como se confeccionaban las listas en tiempos bipartidistas. Los dirigentes nacionales, jefes naturales de sus partidos, determinaban sin mayores consultas el orden de la lista, lo que podía permitir que un joven político prometedor llegara al Congreso sin votos propios, pero también los validos del dirigente, sin que quien se deslomaba consiguiendo los votos llegara nunca. El poder residía en el jefe máximo y en su círculo íntimo.

 

Así que el voto preferente nació como un mecanismo de democratización interna de los partidos: el reconocimiento, a través de los electores, de  los liderazgos partidistas. Era un sistema basado en el hecho de que la disciplina interna de los partidos no existía y no había nadie con la autoridad necesaria para sacar el bolígrafo y ser acatado por todos. (Aunque en sus tiempos de gloria el uso  del bolígrafo hubiera ocasionado más de un cisma partidista). La pregunta que hay que hacerse hoy es si esa disciplina existe, o para decirlo de otra manera, si es posible que los partidos políticos puedan establecer un mecanismo de selección interna de sus listas que sea acatado por todos. Y si es así, cuál debería ser ese mecanismo. ¿Una consulta popular de electores carnetizados? ¿Una encuesta? ¿Una convención representativa?

 

Como todo indica que esa disciplina no existe y esos mecanismos han tenido enormes dificultades de aplicación en el pasado, las ventajas prácticas del voto preferente, que tiene sus complicaciones, empiezan a aparecer apenas se analiza su abolición. De pronto, la calentura no está en las sábanas y los defectos del voto preferente, su excesivo costo, el clientelismo y la corrupción que genera, están más relacionados con la circunscripción  nacional para las listas de Senado, que con cualquier otra cosa. Eso es lo que encarece la política y pone a competir a todos con todos. La realidad es que mientras no haya partidos políticos organizados y disciplinados, que no los hay, no se ve cómo descartar el voto preferente. El tío Baltasar, que ve la reforma electoral con escepticismo, dice que la razón por la cual todo el mundo está hoy de acuerdo  con  la propuesta de abolir el voto preferente, es porque ésta no tiene mayores posibilidades de ser aprobada. 

Creyentes e infieles.

 

 

 

Oscar López Pulecio

Cuando Agar abandona a su hijo Ismael en medio del desierto, para evitar la pena de verlo morirse de sed, Dios, compasivo con la tragedia que Él mismo ha ocasionado, hace brotar en el sitio una fuente de agua fresca. Así se salva de la muerte el hijo de Abraham y su esclava, quien va a ser el padre de los Ismaelitas, antepasados de Mahoma. Abraham, de cien años, concibe al fin  con su esposa Sara, de noventa,  a Isaacs, cuyo hijo Jacob va a ser el padre de los jefes de las 12 tribus de Israel. De Judá y Benjamín, biznietos de Abraham, descienden los reyes David y Salomón. De David  desciende Jesús. Así que Abraham es el padre fundador del Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo.

 

No sobra recordar en estos días santos para los cristianos ese origen común de las tres grandes religiones monoteístas, cuyo olvido ha producido tantas guerras. En el lugar donde brotó la fuente salvadora se instala una piedra sagrada, la Kaaba, que con el tiempo se convertiría en el más concurrido centro de peregrinación del mundo. Pero habrían de transcurrir siglos. Mahoma nace en el año 569  de nuestra era y es considerado por los musulmanes el último de una serie de profetas que incluyen a Abraham y a Jesús. El mensaje de Mahoma es un compendio de todos los anteriores y en el Corán se menciona con frecuencia a Jesús y sus enseñanzas, como uno más de los profetas, todos de naturaleza humana no divina.  

 

No le fue nada mal a los seguidores de Mahoma en su trabajo proselitista que desbordó por completo sus orígenes árabes. Hoy el país musulmán más populoso del mundo es Indonesia, que no es árabe. Como sucede con los cristianos, que han hecho de todo para difundir su credo, hay musulmanes de todas las razas y en todos los confines del mundo. El judaísmo en cambio, un credo cerrado, es la religión más antigua de las tres pero una religión minoritaria. Las grandes guerras religiosas se han librado entre quienes han competido por los fieles y castigado a los infieles: el Cristianismo y el Islam. Las Cruzadas de un lado y la Jihad del otro, y las rivalidades internas (Católicos y Protestantes, Sunitas y Chiítas), han producido más sangre y violencia que muchos de los conflictos políticos. Un resultado deplorable si se compara con el mensaje de hermandad, amor filial, respeto por el prójimo y meditación trascendental común a todos los profetas.

 

La gran institución víctima de nuestra época ha sido el Cristianismo y su unión con el poder político, sobre lo cual floreció la civilización occidental. Por el  contrario, los países musulmanes árabes se aferran al poder de sus creencias como la esencia de su civilización. Si se quisiera resumir el conflicto espiritual del mundo moderno podría decirse que es entre los Estados laicos de Occidente y los Estados árabes confesionales; entre el materialismo de la sociedad de consumo y el Islam; entre el descreimiento de Occidente y la fe musulmana.

Misión imposible

 

Oscar López Pulecio.

Quienes hablan de la necesidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, grupos políticos minoritarios como el Centro Democrático y el Polo Democrático, o grupos al margen de la ley como las Farc y el Eln, parecen desconocer que el elemento esencial para la convocatoria de una Constituyente es que ésta sea autorizada por una mayoría de votos descomunal. En efecto, el artículo 376 de la Constitución establece que “Se entenderá que el pueblo convoca la Asamblea, si así lo aprueba, cuando menos, una tercera parte de los integrantes del censo electoral”. Como hoy el censo electoral (ciudadanos mayores de edad, con cédula de ciudadanía registrada, que no hayan perdido sus derechos políticos ni pertenezcan a las fuerzas armadas) es alrededor de 33 millones, más de 11 millones de personas tendrían que aprobarla.

Dado que la convocatoria no puede coincidir con otra elección, el elector deberá ser motivado por las ideas que impulsen los grupos políticos: una motivación en abstracto que difícilmente arrastrará multitudes a las urnas. Esa cifra no la han alcanzado nunca ni siquiera los grandes dirigentes: en el 2002 el Presidente fue elegido por 5.8 millones de votos sobre un total de 11.2 millones; en el 2006 con 7.3 millones sobre un total de 12; en el 2010 por 9 millones sobre 13, y en el 2014 por 7.8 millones sobre 15. Es decir, la Constituyente tendría que contar con el apoyo de todos los grandes partidos y aun así correría gran riesgo de no ser autorizada.

La Constitución de 1991 nació de un golpe de opinión, sin mayor sustento legal. La séptima papeleta, depositada en la elección parlamentaria de marzo de 1990, contabilizada por decreto presidencial, sólo obtuvo un poco más de dos millones de votos y sobre esa base la Corte Suprema de Justicia autorizó la convocatoria, que se hizo en las elecciones presidenciales de mayo de 1990, cuando fue elegido César Gaviria con 2.9 millones de votos. La convocatoria fue aprobada por el 86% de los votantes y como consecuencia la elección de la Asamblea se realizó el 9 de diciembre de 1990, cuando hubo 3,7 millones de votos, con una abstención electoral de 74%.

 

Los 70 constituyentes procedieron de inmediato a establecer un procedimiento de reforma constitucional que volviera ese asunto tan riesgoso una misión imposible: prohibieron que la convocatoria coincidiera con otra elección y establecieron un altísimo umbral electoral, casi insuperable. Así que hoy por hoy, cuando existe una notoria polarización política,  es una labor de Romanos convocar una Asamblea Constituyente en los términos de la Constitución. Por ello resulta  absurdo que sean los grupos minoritarios o ilegales los que la propongan, y menos aún que sea una consecuencia de los acuerdos de La Habana, que combatirá la oposición cualesquiera que sean.

 

El tío Baltasar dice que en el mediano plazo habrá que hacer una Constituyente, cuando todas las fuerzas políticas entiendan que las instituciones colombianas están por completo descuadernadas, no resisten más reformas cosméticas y decidan modernizarlas de verdad. Pero que por lo pronto hay que salir del tema de los acuerdos  de paz, que son un asunto completamente distinto. Recuerda una frase atribuida a Napoleón quien decía que las Constituciones deberían ser cortas, vagas y difíciles de reformar, dándole al gobernante espacio para actuar según las circunstancias, sin atarlo a una camisa de fuerza.

Suicidio en primavera

Oscar  López Pulecio

No tiene ningún sentido político la insistencia en hacer algún tipo de consulta constitucional sobre el proceso de paz en las elecciones regionales de octubre próximo. Por el contrario, la imposibilidad jurídica de hacerlo puede convertirse en una oportunidad para que los partidos que apoyan al Gobierno obtengan mejores resultados en las urnas. La razón es sencilla: las elecciones para alcaldes, gobernadores y corporaciones públicas municipales y departamentales, son eso precisamente: elecciones regionales, en las cuales no se debaten temas nacionales, como lo es el proceso de paz, sino las necesidades y aspiraciones concretas de cada comunidad.

 

A cualquiera se le ocurre que a un ciudadano de Cali, por ejemplo, le parecería más importante saber qué piensa hacer un candidato a la Alcaldía en temas como la seguridad urbana, la movilidad, los impuestos municipales o el costo de los servicios públicos, que si está de acuerdo o no con que los jefes guerrilleros vayan a la cárcel. Y lo mismo sucede en Bogotá, donde esos temas ocupan desde ya la agenda de la ciudad. Así que si se le quita el elemento perturbador de convertir esas elecciones en una especie de plebiscito para el Gobierno sobre el tema de la paz, se le daría a éste la oportunidad de recuperar el resto de su agenda y defender sus realizaciones en las regiones. 

 

Con el agravante de que los temas críticos del proceso están por negociar, existe gran desconfianza sobre las verdaderas intenciones de las Farc, y las negociaciones no pasan por un buen momento ante la opinión pública. Así que si se consulta a los colombianos sobre un tema que se conoce poco, que no es una necesidad sentida prioritaria del grueso de la población, y sobre cuyos resultados hay una justificada incertidumbre, el Gobierno podría sufrir una derrota electoral, o la oposición tener  un triunfo desproporcionado frente a su estructura política regional. Sorteado el asunto de las elecciones regionales, ya habrá tiempo para encontrar algún mecanismo de ratificación electoral de los acuerdos si es que se insiste en ese punto.

 

Con un elemento adicional nada despreciable. La oposición política está centrada en el tema de la paz. Si ese no es el tema principal de las elecciones regionales, el Centro Democrático y los grupos de ciudadanos que no están de acuerdo con el proceso de paz, perderían su  principal bandera electoral. El Centro Democrático en particular, que es un partido caudillista, tendría que entrar a defender con sus escasos dirigentes regionales los temas de interés para departamentos y municipios, y contarse de verdad en las urnas, lejos de las emociones encontradas que produce su único líder.

 

El Gobierno ha entendido la urgencia de obtener resultados en La Habana. Ello depende más de que se revisen las condiciones de la negociación y se acentúe hasta un punto crítico el actual desequilibrio militar entre las fuerzas armadas y las Farc, que del establecimiento de plazos concretos. Meterle a ese complejo acuerdo un factor electoral, con fecha fija, es no sólo acabar de enredarlo, sino sobre todo, poner en riesgo el resultado de unas elecciones donde lo que se debe evaluar es el trabajo real que ha realizado el gobierno en las regiones en los demás asuntos públicos. El tío Baltasar dice que es allí donde debe centrarse el debate electoral de Octubre porque  lo contrario sería suicidarse en primavera. 

Amores y demonios

 

Oscar López Pulecio

 

Es entrar en la intimidad de un personaje público a través de sus cartas: sus temores, sus afectos, sus amigos, sus certezas e incertidumbres; su familia, su padre, que es el Presidente de la República; y las fotografías de un mundo dorado, rico y culto, en la cima del poder social y político. Los elegidos, como los llamaría él mismo en una novela cuasi autobiográfica

De lo mucho que se ha escrito sobre la vida de Alfonso López Michelsen, el libro de gran formato que acaba de publicar el Ministerio de Cultura, Seguros Bolívar y la fundación Víctimas Visibles, cuya directora Diana Sofía Giraldo es la editora, es el más lujoso editorialmente, el más personal y quizás el menos analítico. Es una recopilación sin orden cronológico de cartas y fotografías de épocas que van desde su adolescencia en París y Londres, en los años treinta, hasta la inconstitucional candidatura presidencial del Movimiento Revolucionario Liberal, MRL, en 1966. Una correspondencia sacada a la luz que abre unas puertas y deja muchas cerradas. 

En los bolsillos secretos del libro, están las copias facsimilares de algunas de las cartas, las primeras manuscritas, luego cuidadosamente mecanografiadas, que ponen en manos del lector una documentación íntima, quizás destinada a ser conocida, puesto que López mismo hacía copias al carbón de todas ellas. Está allí la gran decepción amorosa de su primera juventud, que lo llevó al diván del psiquiatra; el largo romance con Cecilia Caballero Blanco, quien no veía que el joven López, tan educado y ensoñador, pudiera sentar cabeza algún día; una vida matrimonial que sobrevivió a los accidentes políticos del camino, el exilio y las derrotas electorales, y duró hasta su muerte; las cartas a su padre que son un estupendo resumen de los tiempos convulsos previos al 9 de abril de 1948; el ascenso y caída de la dictadura de Rojas Pinilla; su tardía entrada a la arena política con el MRL, pateando el tablero del Frente nacional. Todo ello en una prosa elegante, precisa, para tratar los acontecimientos políticos y las personas que los protagonizan con igual perversidad.

 

Aunque al parecer la familia López abrió todos sus archivos, se echan de menos documentos sobre asuntos muy notorios de esa vida tan larga y controvertida: el golpe militar de Pasto, la renuncia de su padre a su segunda Presidencia; la culpa que recayó sobre el hijo del ejecutivo por ese acontecimiento, cuya aclaración le llevó toda la vida; el enorme y amargo escándalo de La Handel; el surgimiento del MRL, nacido de la alianza de una disidencia liberal con el comunismo y la revolución cubana, que luego abandonaría; su regreso al oficialismo Liberal y su  carrera exitosa a la Presidencia; la derrota de su campaña de reelección; la vejez. Sobre todos esos hechos López Michelsen se refirió al detalle durante su vida, pero hubiera sido  interesante conocer cómo se reflejaron en su profusa correspondencia personal.

 

Figuran en el libro algunas de las cartas que  Alfonso López Pumarejo le contestó a su hijo. Severos e implacables  los juicios del viejo López sobre Laureano Gómez  y  Rojas Pinilla. Pero nada comparable a la tardía animadversión por Eduardo Santos,  a quien precedería y sucedería en la Presidencia. En ese intercambio de sutilezas y perfidias políticas está mucho del interés de la obra. Su encanto, en sus cartas de amor salpicadas de citas en francés. Comme il faut. 

Paz en nuestro tiempo

 

 

Oscar López Pulecio.

Es una imagen recurrente, un lugar común, que los belicistas de todo el mundo utilizan para enfatizar los riesgos de una política de apaciguamiento con el enemigo: 30 de septiembre de 1938; Neville Chamberlain, Primer Ministro Británico, proclamando en la puerta del número 10 de Downing Street, acuerdo en mano, la paz en nuestro tiempo (“Peace for our time”). Un tratado de no agresión entre Inglaterra y Alemania donde las partes se comprometían a solucionar  sus futuras diferencias a través de consultas, a cambio de la cesión a Alemania de parte de Checoeslovaquia, los Sudetes, sin consultarle a ella.  Sabemos cómo acabó todo aquello. 

Pero hay también otra manera de leer ese episodio que en su momento fue tan esperanzador. La lección que no se ha aprendido bien, no es la de los peligros  del apaciguamiento sino  los de la premura. Hoy es claro que un tratado firmado por Adolfo Hitler en Munich,  las potencias europeas como testigos, no valía el papel en el que estaba escrito. Pero en su momento reunió multitudes, Chamberlain y los Reyes en el famoso balcón de Buckingham, recibiendo la gratitud del pueblo, porque no hay don más valioso que la paz. Sólo que era un don anticipado y vacío, porque entonces como ahora, la paz no es la firma en un papel, después de arduas negociaciones, cuyas condiciones no van a cumplirse.  Si no hubiera habido tanto afán quizás se hubiera evitado una guerra mundial y 20 millones de muertos. 

Hoy nadie da un centavo por el proceso de paz en Colombia, pero menos valdría la firma de un papel cuando los aspectos centrales de esa negociación están por acordarse. La complejidad misma del asunto excluye la prisa, que nace de la circunstancia de que el gobierno, que con audacia política se comprometió en el asunto, sólo tiene una fecha realista, que son las elecciones regionales del próximo 25 de octubre, para hacer algo que se parezca a un proceso de ratificación de lo acordado, o de busca de facultades para concluirlo o de un mandato político para continuarlo, misión imposible en medio del actual desprestigio de las negociaciones. Así que más valdría la pena no esperar mucho por ahora y seguir negociando.

 

De pronto, una suspensión temporal de las conversaciones, para desvincularlas de las elecciones,  sería una manera de volver a sentarse a la mesa en circunstancias que sean política y militarmente más favorables al Gobierno. Porque no tendría mucha credibilidad que se obtuviera  un acuerdo basado en una presión política que exige resultados y en una ofensiva terrorista contra la población civil. Las dos cosas crean una presión insostenible, que se aliviaría con un receso prudente.

 

En 1994, les fue otorgado el Premio Nobel de la Paz a Yasser Arafat, un terrorista, Shimon Peres e Isaac Rabin, por sus esfuerzos en la solución del problema palestino, que hoy 21 años después sigue sin resolverse. De esas prolijas conversaciones de Oslo quedó poco. Casi setenta años después de la fundación del Estado de Israel, se sigue discutiendo sobre la premisa inicial planteada en las Naciones Unidas de entonces: la existencia de dos estados. Mientras eso no se produzca no habrá paz en el cercano oriente.  La clave en Colombia es la misma: encontrar, lejos de ataduras electorales,  las premisas básicas para concretar en un tiempo razonable, la firma de un acuerdo real con las Farc, sin las cuales  no habrá paz en nuestro tiempo.

El negocio

 

 

Oscar  López  Pulecio

Los datos que acaba de entregar la Organización de Naciones Unidas, ONU, sobre la extensión de  cultivos de coca en Colombia, muestran un fracaso monumental en el trabajo de reducirlos, cualquier que haya sido el  método  utilizado para ello. El área sembrada aumentó en 44% entre 2013 y 2014, pasando de 48.000 a 69.000  hectáreas, que produjeron un estimado de 442 toneladas métricas de cocaína. Aunque disminuyeron las áreas sembradas en Amazonas, Orinoco y la Sierra Nevada, aumentaron en la zona del Pacífico, Putumayo-Caquetá y Meta –Guaviare.

Para tener una idea del tamaño, los datos disponibles indican que en Colombia hay aproximadamente 5 millones de hectáreas de diferentes cultivos, entre ellas, 937.000 en café, 453.0000 en palma, 226.000 en caña, y 156.000 en cacao. Es decir, el área sembrada en coca es bastante menor comparada con cultivos tradicionales, aunque cultivos como  sorgo, maíz y trigo, han reducido grandemente sus áreas y el mercado depende principalmente de productos importados.

En cuantos a los precios de la cocaína, el mismo informe de la ONU indica que en Colombia un kilogramo de clorhidrato de cocaína vale $2.699 dólares americanos, lo cual indicaría que la producción de cocaína en Colombia vale $1.193 millones de dólares, valor que se va multiplicando a medida que llega a los grandes mercados, pues el mismo kilo de clorhidrato de cocaína ya vale entre 15 y 17 mil dólares en Estados Unidos y entre 54 y 57 mil dólares en la Unión Europea, por el alto el costo de distribución y la reducción de su pureza cuando llega al consumidor final.

 

De esas montañas de dinero lo que le queda al campesino productor de la hoja de coca es una fracción. Los campesinos del Catatumbo que en junio de 2013 hicieron marchas de protestas por los programa de erradicación que los dejaban sin ingresos, pedían como indemnización  un millón y medio de pesos mensuales por familia, es decir 600 dólares. Pero lo que se le paga al campesino por la venta de su cosecha de coca a quien se la quiera comprar debe estar muy por debajo de esa cifra.   

 

¿No será acaso que el costo que paga el gobierno por la erradicación es superior a lo que costaría  comprarle la cosecha al campesino, mientras se le garantiza un programa realista de sustitución de cultivos? Y eso hablando sólo del  costo económico, sin incluir los daños ambientales y a la salud humana que produce la aspersión con glifosato, pues no hay que ser un sabio en el tema de cultivos biológicos para entender que bañar gente y plantas de modo indiscriminado con un químico, no puede ser saludable. Ni el costo en vidas humanas de la erradicación manual, protegida por el ejército, en terrenos minados llenos de tropas irregulares. O el costo social de quitarle a una familia pobre, sin vías de comunicación, capital de trabajo, ni asistencia técnica, su única fuente de sustento. ¿No sería una buena idea echarle lápiz a esos números y ver si una compra oficial de la cosecha de coca, para destruirla,  podría ser una manera muy eficaz de  acabar o al menos encarecer la materia prima de ese negocio de manera que tengan que irla a conseguir a otros países? Y hasta una economía.

 

Un negocio que maneja esas ganancias no va a acabarse nunca, Y si de ello depende  la paz política, no la va a haber nunca. Pero si ese chorro de dólares se corta de raíz y el gobierno compra las cosechas, quizás deje de causarnos tanto daño.

 

La última carta

 

 

Oscar López Pulecio

La carta del Gran General Tomás Cipriano de Mosquera, publicada por la Gaceta Dominical de El País el pasado 26 de julio, es interesante por su origen y su contenido. El original pertenece al archivo de Manuel Mosquera Castro, descendiente directo del Gran General, y fue atesorada por su familia por 137 años pues poseía no solamente el valor histórico de su opinión  sobre los acontecimientos del 20 de julio de 1810 sino que fue la última carta dictada por él, viejo y enfermo, en 1878, quien moriría en octubre de ese mismo año.

La carta le fue dictada a su nieto, Tomas Mosquera Epalsa, quien lo llamaba Gran Papá y vivía con él en la Hacienda de Coconuco, su retiro final después de haber sido cuatro veces Presidente de tres repúblicas diferentes que eran como la Santísima Trinidad una sola: la República de la Nueva Granada, la Confederación Granadina y los Estados Unidos de Colombia. El nieto, con preciosa caligrafía copió la carta remitida al Jefe Municipal de Popayán y se la hizo firmar al General, de modo que existen dos originales, el enviado como respuesta y el conservado por los Mosquera Castro.

Son los nietos del joven escribano, Manuel y Lily Mosquera, quienes la sacan a la luz, coincidiendo con la polémica sobre la significación del 3 de julio de 1810, fecha considerada  por las academias de historia como el grito de independencia de Cali, precursor al del 20 de julio en Santa Fe. Pues ni lo uno ni lo otro. El Gran General, fundador de la República al lado del mismísimo Libertador Simón Bolívar, pues empezó su carrera pública como su secretario particular, rechaza en 1878 la invitación a participar en los actos conmemorativos del 20 de julio con el argumento de que no considera esa fecha digna de celebración.

 

Baraja el General una lista de fechas que le parecen más apropiadas. El 23 de mayo de 1810 cuando en sus palabras. “tuvo lugar la deposición del Gobernador de Cartagena Brigadier Montes y el establecimiento de un gobierno provisorio en esa plaza fuerte”, aunque esa declaración es más o menos idéntica a la de Cali y Santa Fe: el rechazo a la invasión napoleónica a España y la defensa de la legitimidad de Fernando VII como soberano. Recuerda el Gran General que a esa declaración siguió la de Pamplona el 4 de julio, en similares términos y sobre todo, que el 20 de julio en Santa Fe fue inspirado por los hechos del 19 de abril en Caracas, que hacía parte del Nuevo Reyno de Granada, donde al parecer por instigación del Comisionado regio Antonio Villavicencio si se declara la independencia de la metrópoli. Pero el Gran General se decanta por el 6 de agosto de 1810 cuando Mompox declaró su independencia de España o por el 11 de noviembre de ese mismo año cuando lo hizo la legislatura del Estado de Cartagena. Para mortificación de los académicos locales  se olvida  de mencionar el 3 de Julio en Cali.

 

Lo que hubo fue una fiebre de declaraciones, todas ellas impulsadas por la Junta de Cádiz, aunque si no hubiera habido tanto centralismo desde entonces, si hubiera valido la pena que una vez consolidada la República se hubiera escogido una fecha de mayor significado real histórico para conmemorar la gesta de independencia. Más prudentes los franceses quienes en la ley que declaró el 14 de julio como fecha nacional no mencionaron la Toma de la Bastilla, que muchos consideran no fue el acto definitorio del comienzo de la Revolución Francesa.

Una guerra perdida.

 

Oscar López Pulecio.

Patéticas las imágenes de los refugiados Sirios tratando de cruzar la frontera entre Grecia y Macedonia, dos países en crisis económica adonde han llegado sin intención de permanecer, buscando la seguridad y el trabajo  del norte de Europa. Detrás de ellos está la guerra desatada por el Estado Islámico, convertido en una realidad política, con Dios y la interpretación obscurantista de su  ley, la Sharia, como bandera. Alá es grande y Mahoma su profeta.

Esa emigración desesperada es consecuencia de una guerra religiosa que trata de imponer un poder político sobre las fronteras artificiales del Medio Oriente, resultado del retiro colonial de Ingleses y Franceses después de la II Guerra Mundial. El derrocamiento de Sadam Hussein, líder sunita, y  la llegada al poder de la mayoría Chiita, patrocinada por Estados Unidos y su coalición, ha incendiado a Iraq, con un gobierno chiita que se tambalea todos los días y a Siria, ya de por si envuelta en una guerra civil. El Estado Islámico de Iraq y el Levante, Daesh  o EI, busca establecer un Califato  extendido a todo el levante mediterráneo: Jordania, Israel, Palestina, Líbano, Chipre y el sur de Turquía. Sus enemigos son los Chiitas, musulmanes como ellos. Y sobre todo, el Occidente laico, ese invento del demonio. Su instrumento la Jihah, que es el nombre árabe de la Guerra Santa, convertida en sinónimo  de fanatismo y  terrorismo.

Esa emigración desesperada es consecuencia de una guerra religiosa que trata de imponer un poder político sobre las fronteras artificiales del Medio Oriente, resultado del retiro colonial de Ingleses y Franceses después de la II Guerra Mundial. El derrocamiento de Sadam Hussein, líder sunita, y  la llegada al poder de la mayoría Chiita, patrocinada por Estados Unidos y su coalición, ha incendiado a Iraq, con un gobierno chiita que se tambalea todos los días y a Siria, ya de por si envuelta en una guerra civil. El Estado Islámico de Iraq y el Levante, Daesh  o EI, busca establecer un Califato  extendido a todo el levante mediterráneo: Jordania, Israel, Palestina, Líbano, Chipre y el sur de Turquía. Sus enemigos son los Chiitas, musulmanes como ellos. Y sobre todo, el Occidente laico, ese invento del demonio. Su instrumento la Jihah, que es el nombre árabe de la Guerra Santa, convertida en sinónimo  de fanatismo y  terrorismo.

El Califato es la estructura política que resulta de la aplicación de un sistema legal islámico, la Sharia, derivado principalmente del Corán, Es decir un estado religioso y por tanto absolutista, arbitrario, inmiscuido en la conciencia de los ciudadanos, draconiano en asuntos de moral pública, militarista, jeraquizado, machista, prohibicionista, implacable e indestructible: como el Dios que lo inspira, inventado por sus sacerdotes. Occidente, en la Edad Media, pasó por ese mismo proceso a sangre y fuego, la sangre de los herejes y el fuego de la Inquisición. Lo superó luego de tres siglos  de luchas sociales, que aún perduran. Por ello es tan difícil de entender su persistencia en el mundo musulmán.

 

Los analistas coinciden en atribuir buena parte del conflicto entre los países musulmanes del Medio Oriente, árabes o no, y de la actual Guerra Santa contra la civilización occidental, en la manera equivocada como se trató de llevar a cabo en todos ellos un proceso de modernización, ignorando la importancia de la Sharia, en las estructuras estatales: la militar, la judicial, la educativa y la civil. En todos los casos sin excepción, desde mediados del siglo XIX empezando por Egipto hasta llegar a Turquía e Irán, los procesos de modernización a la manera occidental fueron considerados una profanación a las normas del Corán por grandes sectores de la población. 

 

Esa profanación es lo que ha alentado todo el fanatismo que hoy explota en los lugares más  inesperados contra los símbolos demoniacos del materialismo occidental: los rascacielos llenos de ávidos negociantes, las playas con mujeres semidesnudas, los centros comerciales, las mezquitas de las sectas más moderadas, los medios de trasporte y de comunicación que llevan el mensaje del olvido de Dios. Todo para volver a un mundo cerrado, regido por la más austera de las leyes y una paz tribal ordenada por los patriarcas. En el fondo una bofetada al materialismo contemporáneo con una ideología medieval: una sangrienta guerra perdida.

La refrendación

 

Oscar López Pulecio

Complicadas como han sido las conversaciones de paz en La Habana, que ojalá lleguen pronto a buen puerto, no son nada comparado con el galimatías jurídico que se ha creado para surtir el trámite de la refrendación popular del acuerdo, una vez firmado. Dado que el acuerdo, cualquiera sea su texto final, va a ser  extenso y lleno de puntos controversiales, es necesario crear un mecanismo realista y funcional para su refrendación, que en todo caso requiere una reforma constitucional.

La situación jurídica es así: el artículo 103 de la Constitución determina que son mecanismos de participación del pueblo en ejercicio de su soberanía: el voto, el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa legislativa y la revocatoria del mandato, algunos de los cuales fueron definidos y reglamentados por la ley 134 de 1994. El plebiscito es el pronunciamiento del pueblo convocado por el Presidente, mediante el cual aquel apoya o rechaza una determinada decisión del Ejecutivo.  La consulta es la facultad presidencial mediante la cual, con la firma de todos los ministros y previo concepto favorable del Senado, se consulta al pueblo decisiones de trascendencia nacional. Uno y otra no pueden coincidir con otra elección, no pueden reformar la Constitución y requieren altísimos umbrales electorales para su validez. La consulta, la tercera parte del censo electoral (11 millones) y el plebiscito la mayoría del censo (16.5 millones). Un plebiscito que reforme la Constitución no se podría convocar por una ley estatutaria, pues una ley no puede reformar la Constitución.

Y el referendo  es la facultad de someter al pueblo un proyecto de reforma constitucional que el mismo Congreso incorpore a la ley, el cual debe ser presentado de manera que los electores puedan escoger libremente en el temario o articulado qué votan positivamente y qué votan negativamente. Su umbral es la cuarta parte del censo electoral (8.2 millones). Es decir, hoy en día sólo se puede reformar la constitución por el Congreso, un referendo o una Asamblea Constituyente. De esta última ni hablar, tiene más requisitos que la elección de un Papa. El referendo también está descartado pues el pueblo tendría que votar punto por punto el extenso y prolijo documento del acuerdo de paz. El propio Presidente ha dicho que sería un suicidio político.

 

Así las cosas, si el único mecanismo popular disponible, reformatorio de la Constitución, que es el referendo, no  se pude emplear, y ni la consulta ni el plebiscito pueden reformar la Constitución, la única solución posible es aprobar mediante una reforma constitucional un artículo transitorio que permita consultar al pueblo por una sola vez, una decisión de trascendencia nacional como es el acuerdo de paz, para que conteste sí o no, con un resultado obligatorio, un umbral electoral realista y una autorización para reformar la Constitución a través de él. Podría pensarse dado su carácter único y excepcional en la quinta parte del censo electoral para su validez (6.6 millones) y la mitad más uno de esa cifra para su aprobación. Si se tiene en cuenta que en la elección presidencial de 2014 hubo poco más de 15 millones de votos y el Presidente fue elegido con 7.8, un umbral de 6.6 millones parece razonable. Como dice el tío Baltasar, el poder es para poder, si se ejerce con miras al bien común.

¡Que viva la música!

 

 

Oscar López Pulecio

La permanencia en el tiempo del libro ¡Que viva la música!, publicado en 1977,  se debe a su carácter precursor. El mundo que describe Andrés Caicedo, el descubrimiento por  la pequeña burguesía caleña de los años setenta de hábitos y costumbres populares mezclados con influencias norteamericanas, el rock, la salsa y las drogas, iba a ser un rasgo distintivo de esa época y las que le siguieron. Más que una novela en el sentido convencional, el libro es un relato testimonial ininterrumpido, deshilvanado y demoledor, que termina con una declaración de principios basada en la rebeldía, la violencia y la autodestrucción como proyecto de vida, asumido conscientemente y sin remordimientos.

Escrita en un lenguaje coloquial pero correcto y reflexivo, como corresponde a la buena educación de su protagonista, María del Carmen Huerta, la obra narra su descenso al noveno círculo  del infierno: no tanto el  del estrato social como el de la violencia gratuita, la promiscuidad sexual, las drogas psicotrópicas y la rebeldía sin causa. La existencia como una manera de morir. La irresponsabilidad como bandera. La amoralidad como dogma. Su título es una amarga contradicción: la música festiva como fondo de una tragedia personal. Es el más desolador documento existencialista de la literatura colombiana, en el cual se adivina el prematuro y trágico final de su autor. En ritmo de salsa.  

La película basada en el libro, dirigida por Carlos Moreno, que se estrena en Colombia, es una versión bastante ajustada de la historia original. El único reparo que podría hacérsele es precisamente que no se aleja suficientemente del texto literario y lo convierte en una narración en off que trata de explicar lo que sucede en la pantalla. Al cambiar de lenguaje el cineasta debe tratar de reproducir en imágenes lo que el escritor quiso decir con palabras, no en superponer las palabras a sus imágenes.  

 

Un espectador de hoy, que no haya leído el libro de Andrés Caicedo o que lo haya olvidado, se va a sorprender por la brutalidad visual de la película. Pero cada una de esas escenas está descrita o sugerida en el libro: los excesos sexuales, los delirios psicodélicos y la violencia sádica. La inadaptación. Es curioso como los críticos  no han hecho un paralelismo entre el libro y la “Naranja Mecánica”, la película de Stanley Kubrick estrenada en 1971, conociendo que la gran pasión de Caicedo era el cine. Alex DeLarge el protagonista de la novela de Burgess llevada al cine por Kubrick, está obsesionado también por la violencia, las drogas, el sexo y la música. La música es Beethoven no Richie Rey, la ciudad Londres no Cali, pero la misma época y la misma actitud: una lucha sorda sin recompensa contra el mundo. Y que viva la música.

 

Rica visualmente, con excelente fotografía y montaje, no se puede decir  lo mismo de los jóvenes actores no siempre tan convincentes. María Paulina Dávila, quien representa a María del Carmen Huerta, es una  actriz nueva que hace un papel decoroso cuya principal virtud es su estupor en hacer todo lo que hace. Es como si tanta transgresión se  hiciera no con alegría o con rabia sino con indiferencia. Como lo dice María del Carmen en su testamento final. “Tu enrúmbate y después derrúmbate. Échale de todo a la olla que producirá la salsa de tu confusión”. Libro y película recogen con fidelidad ese fracaso generacional.

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